Una suave y delicada música de piano inundó el recinto sacándola de sus pensamientos. La doncella cerró los ojos e inclinó la cabeza fascinada por la melodía. Ella misma se sintió cautivada por aquella magistral ejecución donde la música parecía llenarlo todo y tranquilizar su espíritu atormentado.
Se levantó, hechizada, hacia el origen del sonido divino. Encontró en la habitación contigua un enorme piano negro reluciente y ante él a una mujer fascinante que deslizaba sus delicadas manos por las teclas blancas y negras. La mujer llevaba una bata de seda rosa pálido que entallaba bellamente su curvilínea figura. Su cabello, negro como la tinta, caía cuál cascada por su espalda y llegaba casi al banco donde se sentaba.
Fascinada por la visión, Amaya se acercó a ella como una inocente mariposa que revolotea alrededor del fuego.
La hermosa pianista dejó de tocar, para dedicarle una lánguida mirada de sus ojos violetas, que de inmediato sumergieron a la cazadora aún más en el hechizo del que ya era prisionera.
Amaya, paso a paso, caminó hacia ella. Dócil, se sentó a su lado en el banco de madera frente al piano. Las manos pálidas de la mujer pelinegra se extendieron hasta tocar los cabellos rubios de la cazadora. Deslizó los dedos fríos y rozó la piel tibia del esbelto cuello. Ante el contacto, Amaya dejó escapar un breve suspiro, tembló cuando esos dedos viajaron hasta el rostro, treparon por los labios y recorrieron su contorno.
—Verdaderamente eres hermosa. Mi hermano tenía razón, sería una pena asesinarte, pero, por otro lado, ya quiero degustar tu deliciosa sangre.
Amaya, en trance, no la escuchaba, solo inclinó un poco más la cabeza, dejando al descubierto la tersa piel del cuello.
La pianista se acercó peligrosamente. Detalló los hermosos ojos azules cubiertos de espesas pestañas, la pequeña nariz que se levantaba orgullosa, los labios regordetes de un tenue color carmesí que se entreabrían dejando escapar leves suspiros y contrastaban con la blanca piel de porcelana. La cazadora, lejos de ser amenazante, parecía estar hecha para desatar pasiones.
La mujer pelinegra recorrió con su nariz el cuello de la otra y degustó el apetitoso perfume que la envolvía. Luego acercó sus labios a los de ella y la besó con hambre. Amaya soltó un leve gemido cuando el rubor tiñó sus mejillas. Luego los labios inmortales se deslizaron lentamente hasta la arteria palpitante de su cuello.
—Lía, ¿Qué haces? —El príncipe, que observaba la escena desde el umbral, preguntó con su voz grave rompiendo el hechizo.
Lía, se separó de la joven e hizo un mohín de disgusto al ver a su hermano.
—Por favor, discúlpame Ryu, pero no pude resistirme. Se ve deliciosa. Supongo que cuando llegue el momento la compartirás, ¿verdad? —dijo con voz cándida, levantándose y caminando hacia él coquetamente, para enredar sus deditos pálidos en el cabello negro del príncipe.
Amaya sacudió un poco la cabeza y salió del trance hipnótico en el que la tenía la vampiresa.
—¿Por qué estoy aquí?
Lía rio encantadoramente antes de responder.
—Verás, mi hermano ha decidido ser indulgente contigo, permitiéndote continuar con vida, lo cual no comparto, pero él es el príncipe, así que su decisión es ley —dijo ella con sus labios rojos curvados en una encantadora sonrisa, antes de marcharse.