Era la media noche cuando Dorian entró a la recámara y lo envolvió la seductora fragancia del sándalo y el jazmín.
La atmósfera era cálida, fragante, la luz, tenuemente rojiza. En medio de la habitación, con la piel aún húmeda por el baño, envuelta en un albornoz tan blanco como su piel, Lía secaba su cabello liso y negro como la tinta.
Ella apenas le dedicó una mirada fugaz y continuó secando su cabello. Dorian miró sobre la cama un pequeño vestido rojo de tela vaporosa, inmediatamente torció el gesto.
― ¿Saldrás?
― De cacería.
―¿Puedo ir? ―preguntó acercando una mano ansiosa al cabello húmedo.
―Preferiría que no ―le contestó ella dándole la espalda.
—¡Sigues molesta!
Lía suspiró y lo encaró por fin.
―Eres mi esposo. ¿Es tan difícil que me apoyes? Estás del lado de Ryu y de esa cazadora. Solo quiero que mi hermano haga justicia. ―Los ademanes rápidos de sus manos, blancas como lirios, acompañaban cada palabra―. ¡Por Dios! ¡Somos vampiros! No entiendo por qué se empeñ