Amaya, sentada en el borde del techo que daba al estacionamiento, miraba al vacío. Otra vez no podía dormir. No dejaba de pensar y recordar. Su corazón la atormentaba, su mente la interpelaba. No le daba tregua acusándola de traidora, de débil, de dejarse fascinar por el misterio y el peligro que irradiaba el príncipe. Quizás era cierto todo lo que había dicho Adriana y ella era una traidora, al menos su corazón lo era.
Todos los días sin descanso, la misma lucha consigo misma. No conseguía librarse de él. Jamás le pasó nada similar con ningún otro vampiro. ¿Cómo podía anhelar a quien debía destruir?
La seducción vampírica que él ejercía en ella era tan fuerte que, todavía después de estar alejados, persistía. ¿Se debía acaso a su gran poder? Se estremeció al pensar que quizás la causa no era el influjo que su poder ejercía.
Estaba enferma. Él la había contaminado. Igual a un veneno que de a poco se introduce en el organismo y día a día lo va mermando hasta destruirlo.
Se tornó asi