Sergio estaba en su despacho.
La luz tenue de la tarde se filtraba a través de las enormes ventanas cubiertas por cortinas pesadas, pero ni la calidez del sol lograba apaciguar la tensión que se reflejaba en su rostro.
Sentado detrás de su escritorio, sus dedos golpeaban la madera con una impaciencia que parecía crecer con cada segundo.
Frente a él, uno de sus guardias aguardaba, en silencio, una expresión solemne en su rostro.
—¿Cómo está el bebé? —preguntó, finalmente, su mirada fija en el expediente médico de Lorna, como si pudiera encontrar alguna respuesta en los números y diagnósticos que le eran ajenos.
—La ginecóloga dice que está bien, señor. La señorita Lorna tiene casi cuatro meses. Está estable, alimentándose, descansando… Todo va como debería.
Sergio asintió lentamente, sin cambiar su expresión.
Su mandíbula se tensó y una ola de irritación le recorrió el cuerpo.
—Bien. Que no le falte nada. Quiero que ese niño nazca sano y salvo.
El guardia inclinó la cabeza y se retiró.