Sergio y sus guardias se adentraron en el camino tortuoso que los llevaba a Montaña Negra.
Iban acompañados por un lugareño, un hombre de rostro curtido por el sol, al que Sergio había pagado una buena suma de dinero para que los guiara hasta su destino.
La ansiedad en el pecho de Sergio era palpable, como una presión constante que le robaba la respiración.
Cada kilómetro que avanzaban se sentía como una eternidad, y el sinuoso camino, lleno de curvas y barro, parecía estirarse interminablemente.
Cada giro, cada bache en el trayecto, lo hacía sentirse más atrapado, más impotente.
El cielo nublado sobre él no ayudaba a calmar su tormenta interior, sino que más bien intensificaba la sensación de claustrofobia que lo envolvía.
Miraba constantemente al frente, como si, al enfocar toda su atención en el camino, pudiera controlar la vorágine de emociones que lo destrozaban por dentro. Su corazón latía desbocado, y a pesar de que intentaba calmarse, la desesperación se apoderaba de él.
¿Qué e