Sergio miró a Lynn con desconfianza.
Sus ojos fríos parecían intentar atravesarla, buscando una mentira en su voz, una grieta en su determinación.
—¿Estás segura de que hablarás? —preguntó, arrastrando las palabras como una amenaza apenas velada.
—Sí. —La voz de Lynn tembló ligeramente, pero su mirada no vaciló—. Y para probarlo... cuando los dejes ir, yo me quedaré contigo.
Un silencio espeso cayó entre ellos. Sergio ladeó la cabeza, estudiándola.
Esa ya no era la Lynn que lo adoraba, la sustituta imperfecta de Ariana que él había moldeado a su antojo.
Ahora la veía claramente: una mujer rota, sí, pero no vencida.
El odio en sus ojos era idéntico al de Ariana, ese asco que tanto lo enfurecía.
Se encogió de hombros, con una media sonrisa torcida.
—Está bien. Tú ganas... por ahora.
Miranda, al escucharla, dio un paso hacia ella, horrorizada.
—¡Lynn! ¿Qué demonios haces?
—¡Par de tontos! —gritó Lynn, con un dolor tan feroz que apenas podía respirar—. ¡No los voy a dejar morir por su mald