Liberado de sus ataduras, el dragón se movió con una gracia sorprendente para su inmenso tamaño. Sus alas negras se desplegaron lentamente, llenando la estancia con un batir silencioso que levantó una fina capa de polvo del suelo. Era una visión imponente, casi abrumadora. Retrocedí instintivamente, aunque en sus ojos dorados no había rastro de amenaza, solo una profunda quietud que parecía entender la magnitud del momento. Era una criatura de leyenda, ahora desatada en las entrañas de un castillo que guardaba demasiados secretos.
Se acercó a las escaleras que había descubierto al presionar el botón, inspeccionándolas con curiosidad. Su enorme cabeza se inclinó, y sus fosas nasales se dilataron levemente, como si olfateara el aire en busca de algo, quizás un indicio del mundo exterior que le había sido negado por tanto tiempo. Parecía dudar, como si no estuviera seguro de si ese era el camino a seguir, de si la libertad era realmente por ese oscuro y angosto pasaje. -Es la única salida que tenemos por ahora -le dije, mi voz apenas un susurro en la amplitud de la mazmorra, un sonido minúsculo frente a la grandiosidad de la criatura-. No creo que quieras quedarte aquí, ¿verdad? Después de todo esto. Mis palabras parecían resonar en el aire, cargadas con la verdad de la situación. Él volvió su mirada dorada hacia mí, y por un instante sentí que podía entenderlo, que había una comunicación silenciosa entre nosotros que trascendía las palabras y las especies. Había una conexión que iba más allá de la lógica, una empatía naciente. Asintió levemente con su gran cabeza, un gesto sutil pero inconfundible, y luego se movió hacia las escaleras, sus poderosas garras encontrando agarre en los desgastados escalones de piedra. Cada paso suyo hacía vibrar ligeramente la estructura, un recordatorio constante de su poder. Subimos en silencio, yo detrás de él, sintiendo el calor que emanaba de su cuerpo, un calor reconfortante que disipaba el frío gélido de la mazmorra. La ascensión fue lenta y cautelosa. Las escaleras desembocaron en un pasillo oscuro, diferente al laberinto de piedra de los niveles inferiores. Este parecía menos custodiado, más desolado, quizás una zona de servicio olvidada o simplemente un pasaje que había caído en desuso. El aire aquí era un poco menos denso, menos viciado, aunque el polvo y el olor a humedad persistían. La ausencia de guardias era un alivio, pero también una señal de que estábamos en una parte del castillo que pocos frecuentaban. Mientras avanzábamos, la tenue luz que se filtraba de la lámpara de aceite que yo llevaba en la mano, y la luz natural que aún se colaba por la abertura del techo de la mazmorra, me permitieron notar algo que antes, en la oscuridad, había pasado desapercibido. Las heridas que las cadenas le habían infligido. Marcas profundas rodeaban sus patas y su cuello, la piel en carne viva y enrojecida, con un aspecto doloroso. El líquido viscoso que cubría algunas de las cadenas parecía haberle irritado la piel de forma severa, formando costras y ampollas. Sentí una punzada de angustia en el pecho. Había estado prisionero durante mucho tiempo, sufriendo en la oscuridad, y yo apenas estaba empezando a comprender la magnitud de su tormento. No solo su libertad, sino también su recuperación, se habían convertido en mi responsabilidad. -Espera -dije, deteniéndome de repente, mi voz cargada de preocupación. Él se giró, su gran cabeza inclinada en señal de interrogación, sus ojos dorados fijos en mí, esperando mi siguiente movimiento. Me acerqué con cautela y examiné una de las heridas en su pata delantera. Estaba hinchada y supuraba ligeramente, con un brillo desagradable. Sentí una punzada de culpa. Había estado tan concentrada en liberarlo que no había pensado en las consecuencias físicas de su cautiverio. La urgencia de actuar era palpable. -Necesitamos limpiar esto -murmuré, más para mí misma que para él, mientras tocaba suavemente el borde de la herida-. Y encontrar algo para curarlo. No podemos avanzar con esto así. Él pareció entender mi intención. Se quedó inmóvil, una estatua de poder contenida, mientras examinaba sus heridas, sus ojos dorados siguiendo mis movimientos con una atención casi hipnótica. Su quietud era un acto de confianza, un permiso tácito para que lo ayudara, y eso reforzó aún más mi determinación. La urgencia de encontrar suministros médicos se volvió una prioridad. Continuamos avanzando por el pasillo, buscando una salida o al menos un lugar donde pudiéramos encontrar algo de ayuda. El castillo parecía inmenso y laberíntico, lleno de secretos ocultos tras cada puerta y cada cortina, un monstruo de piedra con pasillos interminables. El silencio era casi total, roto solo por nuestros pasos y la respiración profunda del dragón, que ahora sonaba más relajada. Cada sombra parecía esconder algo, cada recodo prometía una nueva revelación o un nuevo peligro. Llegamos a una intersección y dudé sobre qué camino tomar. A la izquierda, un pasillo iluminado con candelabros parpadeantes sugería una zona más transitada, quizás las habitaciones de los sirvientes o incluso las salas principales, lo cual podría significar encontrarnos con guardias. A la derecha, un corredor oscuro y silencioso parecía conducir a las profundidades del castillo, a rincones aún más olvidados. La lógica me decía que la izquierda era más peligrosa, pero la derecha podría llevarnos a un callejón sin salida o a un peligro desconocido. Mi mente sopesaba los riesgos. Antes de que pudiera decidir, el dragón se movió hacia el pasillo oscuro, sin dudar. Su instinto era claro, decisivo. Parecía tener un destino en mente, una dirección que yo desconocía, pero en la que confiaba implícitamente. Confiando en su intuición, lo seguí. Me sorprendió su aparente conocimiento del lugar. Quizás no había estado tan aislado como yo pensaba, o su instinto de dragón era simplemente superior. La oscuridad nos envolvió, pero la presencia del dragón a mi lado era una luz en sí misma. El pasillo nos llevó a una puerta de madera sencilla, sin adornos ni guardias que la custodiaran. Era de un material robusto, pero el paso del tiempo la había marcado, dejando arañazos y descoloraciones. El dragón dudó por un momento antes de empujarla suavemente con su hocico. Se abrió con un leve crujido, revelando una pequeña habitación que parecía ser un antiguo estudio o biblioteca. La luz que entraba por las pequeñas ventanas, aunque tenue, era un bienvenido cambio de la penumbra constante. Estanterías llenas de libros polvorientos cubrían las paredes, con volúmenes encuadernados en cuero que se veían muy antiguos. Un escritorio desordenado se encontraba en el centro, cubierto de pergaminos enrollados y plumas de ave. El aire olía a papel viejo, a tinta rancia y a sabiduría acumulada, una sensación muy distinta al olor a humedad de la mazmorra. Mientras entrábamos, mis ojos se posaron de inmediato en un botiquín de madera en una esquina, un mueble pequeño y rectangular que sobresalía del fondo de los libros. ¡Bingo! Quizás ahí encontraríamos algo para las heridas del dragón. La esperanza floreció en mi pecho. Era un rayo de luz en medio de la incertidumbre. Me acerqué con prisa, mis pasos resonando en la silenciosa estancia. Mientras me acercaba al botiquín, el dragón se quedó cerca de la puerta, observando el pasillo con cautela, su cuerpo masivo bloqueando el acceso. Sentí su presencia imponente detrás de mí, una silenciosa promesa de protección, una sensación de seguridad que no había experimentado en mucho tiempo. Era un guardián, un aliado inesperado en esta huida. Su instinto lo mantenía vigilante, y yo apreciaba su precaución. Abrí el botiquín con manos temblorosas. Contenía vendas, ungüentos y frascos con líquidos de colores variados. Algunos eran de un tono ámbar, otros verdosos, y había polvos secos en pequeños sacos de tela. Parecía un tesoro inesperado en este rincón olvidado del castillo, un kit de primeros auxilios que la fortuna había puesto en nuestro camino. -Veamos qué tenemos aquí -murmuré, comenzando a examinar el contenido, mis dedos moviéndose con rapidez entre los frascos y las vendas. Buscaba algo antiséptico, algo que pudiera aliviar el dolor y prevenir una infección, y lo que más esperaba era que alguna de estas medicinas le hiciera efecto a un ser místico como lo es un dragón. Mientras buscaba algo adecuado para limpiar las heridas del dragón, una pregunta persistente rondaba mi mente, más allá de la urgencia del momento. ¿Quién era él realmente? ¿Un simple animal, un ser mágico, o algo más profundo? ¿Por qué estaba encerrado en las profundidades del castillo de mi padre, oculto del mundo como el secreto más oscuro? Y, lo más importante, ¿qué iba a hacer ahora que estaba libre? ¿A dónde iríamos? ¿Qué destino nos esperaba a ambos en un mundo que probablemente había olvidado la existencia de criaturas como él? La incertidumbre era grande, pero la emoción de lo desconocido era aún mayor.