Capítulo 04.

Encontré un frasco con un líquido transparente que olía a hierbas y un rollo de vendas de lino. Parecía lo más adecuado para empezar a curar las heridas del dragón. El aroma, aunque un poco fuerte, era reconfortante, prometía alivio y sanación. Me volví hacia él, sosteniendo los objetos en mis manos, sintiendo el peso de la responsabilidad y la esperanza.

Él me observaba con sus penetrantes ojos dorados, sin hacer ningún movimiento, una estatua colosal de atención. Había una quietud en él, una paciencia que contrastaba de forma asombrosa con su imponente tamaño y su naturaleza salvaje. Era como si entendiera la delicadeza del momento, la vulnerabilidad de su situación y la mía.

-Voy a limpiar tus heridas -le dije en voz baja y con suavidad, acercándome con cautela, mis pasos resonando apenas en el silencio del estudio-. Esto puede arder un poco, pero es necesario para que te cures -Mi voz, aunque suave, intentaba transmitir firmeza y seguridad.

Él inclinó su gran cabeza, un gesto de sumisión y confianza, ofreciéndome una de sus patas delanteras. Las marcas de las cadenas eran profundas, surcos dolorosos en su piel, irritada y enrojecida, con un aspecto que me encogía el corazón. Con cuidado, vertí un poco del líquido en un trozo de tela limpia y, con la mayor suavidad posible, comencé a limpiar la herida. El dragón permaneció inmóvil, una mole de músculos y escamas, aunque pude notar un leve temblor en sus músculos cuando el líquido entró en contacto con la piel lacerada. Un siseo casi inaudible escapó de sus fauces, pero no intentó apartarse. Su fortaleza era admirable.

Trabajé con lentitud y suavidad, limpiando cada herida visible. La sangre seca y la suciedad se desprendían, revelando la carne viva debajo. El silencio en la habitación solo era interrumpido por mis suaves movimientos, el roce de la tela contra sus escamas y la respiración lenta y constante del dragón, un sonido profundo que llenaba el espacio. A medida que limpiaba, sentía una extraña conexión con esta criatura majestuosa y misteriosa. Era como si cada roce, cada gesto de cuidado, tejiera un hilo invisible entre nosotros. Había algo en sus ojos dorados, una inteligencia y una nobleza, que me conmovía profundamente, que me hacía sentir que no estaba ayudando a una simple bestia, sino a un ser con alma, con una historia, con un dolor.

El proceso fue laborioso. Sus heridas eran más numerosas y extensas de lo que había imaginado en la penumbra de la mazmorra. Algunas eran cortes profundos, otras, abrasiones donde el metal había rozado y desgarrado su piel repetidamente. El olor a antiséptico se mezclaba con el rancio aroma de la mazmorra que aún se adhería a su piel. Mi concentración era absoluta, cada movimiento era preciso, cada gota del líquido, valiosa. La luz tenue de la lámpara de aceite proyectaba sombras danzantes en las paredes, creando un ambiente casi onírico mientras yo, Katherine, me dedicaba a sanar a una criatura de leyenda. Mis manos, aunque pequeñas en comparación con su inmensa pata, trabajaban con una determinación que nacía de la compasión y la urgencia. El tiempo parecía detenerse en ese pequeño estudio, solo existíamos él y yo, en un acto de confianza mutua.

Cuando terminé de limpiar las heridas de una de sus patas, tomé una venda y la enrollé con cuidado alrededor de la zona afectada. La tela blanca contrastaba con el negro profundo de sus escamas. Él observó cada uno de mis movimientos, su mirada fija en mis manos, en la forma en que mis dedos se movían para asegurar la venda. Era una mirada atenta, casi analítica, como si estuviera aprendiendo de mí, o simplemente agradeciendo el alivio.

Después de vendar las heridas más visibles, las que estaban más expuestas y parecían más dolorosas, me detuve y lo miré a los ojos. Había hecho lo que pude con los recursos que tenía.

-Estarás mejor muy pronto-murmuré, mi voz ahora más firme, con un toque de alivio-. Necesitas descansar. Has pasado por mucho.

Él emitió un suave ronroneo, un sonido profundo que vibró en el aire y en mi propio pecho, una resonancia que sentí hasta en los huesos. Fue una respuesta inesperada, casi... ¿afectuosa? No era un gruñido amenazante, sino un sonido de contento, de alivio. Me hizo sonreír, una sonrisa genuina que no había sentido en mucho tiempo. Era una confirmación de que mi esfuerzo no había sido en vano, de que había logrado establecer un vínculo con él.

Me senté en el suelo polvoriento, sintiéndome agotada por la tensión de las últimas horas, por la adrenalina que finalmente comenzaba a disiparse. El dragón se acercó lentamente y se dejó caer a mi lado, su inmenso cuerpo llenando la pequeña habitación, ocupando casi todo el espacio disponible. A pesar de su tamaño, no me sentí amenazada. Había una calma extraña en su presencia, una sensación de seguridad que me envolvía. Era como si su mera existencia a mi lado fuera un escudo contra cualquier peligro. El calor que emanaba de su cuerpo era reconfortante, disipando el frío del calabozo que aún sentía en mis huesos.

Pasamos un largo rato en silencio, simplemente existiendo en el mismo espacio. Yo observaba las motas de polvo danzar en el tenue haz de luz que entraba por una rendija de la ventana, pequeñas partículas que brillaban como estrellas en miniatura. El tiempo parecía estirarse, volviéndose irrelevante. Sentía el calor reconfortante que emanaba del cuerpo del dragón, una presencia constante y tranquilizadora. Mi mente, que había estado a mil por hora, comenzó a relajarse, a permitirse un respiro. La realidad de la situación, la fuga, los peligros, todo se desdibujaba ante la quietud de ese momento compartido.

Lentamente, levanté mi mano y la posé con suavidad sobre una de sus escamas negras. Era dura y fría al tacto, como obsidiana pulida, pero debajo sentía el calor de su cuerpo, la vida que latía en su interior. Él no se movió, permitiendo mi contacto, una señal de confianza absoluta. Era un gesto simple, pero cargado de un significado profundo.

En ese momento, en esa pequeña habitación polvorienta, entre una princesa fugitiva y un dragón liberado, se formó un pacto silencioso. No había palabras, no hubo juramentos ni promesas verbales, pero en el intercambio de miradas, en el contacto suave de mi mano sobre su escama, y en la quietud compartida, ambos entendimos que estábamos juntos en esto. Unidos por las circunstancias, por la injusticia de su cautiverio y mi propia rebeldía, y por una conexión que ninguno de los dos podía explicar completamente. Era un entendimiento mutuo que iba más allá de cualquier lenguaje.

Sabía que sacarlo de las mazmorras era solo el principio de nuestra aventura. Teníamos que escapar del castillo, encontrar un lugar seguro donde pudiéramos estar a salvo de mi padre y sus secretos, de sus guardias y de la oscuridad que él representaba. Y aunque el miedo al futuro era palpable, una sombra persistente en el horizonte, también sentía una extraña sensación de esperanza, una chispa que se encendía en mi interior. Con este dragón a mi lado, sentía que cualquier cosa era posible, que cualquier desafío podía ser superado. El mundo exterior, vasto e incierto, nos esperaba, y por primera vez en mucho tiempo, no me sentía sola. La libertad, aunque incierta, se sentía prometedora.

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