El alba llegó con un cielo de nubes encendidas y un silencio inusual que envolvía los corredores del palacio. Violeta abrió los ojos tras una noche sin descanso. No había regresado a sus aposentos, no se había molestado en cambiarse ni en fingir que todo seguía como antes. Esa fachada se había desmoronado. El polvo de la revelación aún cubría su piel, y en su mente, cada pensamiento era una chispa ardiendo.
Aún se sentía débil por el golpe en la cabeza, por la pérdida de Elian, por la incertidumbre que ahora colgaba como una espada sobre su identidad. Pero más que eso, se sentía forjada. Como el acero después del fuego. Sabía que debía moverse antes de que el palacio, ese ente voraz e insaciable, oliera la sangre de su descubrimiento.
Esa mañana no pidió desayuno, no llamó a ninguna doncella. Salió con paso firme hacia la cámara de los retratos familiares. Allí, entre los pasillos silenciosos donde las generaciones anteriores observaban desde marcos dorados, ella buscaba algo más que