El amanecer cayó sobre el palacio de Theros como un golpe de realidad demasiado temprano. Los muros, siempre imponentes, parecían ahora fríos mausoleos que guardaban el eco de una muerte silenciada. Nadie dormía. Nadie sonreía. El aire olía a sangre, a escándalo, a conspiración.
La noticia de la muerte de Elian se esparció antes de que el sol estuviera del todo alto. Lo encontraron a los pies de Lady Violeta Lancaster, cuya ropa estaba empapada en su sangre. La historia se torció, se repitió, se deformó entre susurros de criados, guardias y nobles. Algunos decían que ella misma lo había asesinado. Otros, que fue una venganza orquestada por un tercero. Pero todos coincidían en una cosa: Elian sabía algo, y murió antes de revelarlo.
Violeta no había dormido. Su rostro, pálido y firme, era una máscara de luto contenido. Se había negado a cambiarse el vestido manchado de rojo. No por provocación, sino porque sentía que esa sangre ahora también le pertenecía. Caminaba por los pasillos como