Los días pasaban con una lentitud engañosa en el ala este del palacio. Aunque el sol cruzaba los cielos con su habitual indiferencia, algo dentro de los muros parecía haber cambiado. El rumor de las conversaciones era más bajo, las pisadas más suaves, como si el aire aún estuviera pendiente del aliento de un solo hombre.
Y ese hombre, el príncipe Leonard de Theros, comenzaba a recuperar su fuerza.
La fiebre había disminuido con cada amanecer, y el color regresaba poco a poco a sus mejillas. Los médicos hablaban entre sí en susurros aprobatorios. Las cuidadoras notaban el cambio en la firmeza de su pulso, en el ritmo más constante de su respiración. La corte, aunque aún mantenida a distancia, comenzaba a murmurar con esperanza.
Pero el príncipe…
el príncipe aún fingía estar débil.
No por orgullo. Ni por juego. Sino porque no quería que ella se marchara. Lady Violeta Lancaster, con sus silencios incómodos y su forma inexplicable de estar presente sin buscar protagonismo, se había conver