La decisión había sido tomada.
Pese al gesto sombrío del príncipe Leonard y la incomodidad visible de Lady Violeta Lancaster, los carruajes esperaban afuera con la misma impaciencia del deber. Las órdenes de la Reina Madre eran inapelables. El silencio entre ambos no era por falta de palabras, sino por el exceso de ellas. Demasiado se había dicho. Y demasiado estaba a punto de cambiar.
Leonard ayudó a Violeta a subir cuidadosamente al carruaje, con su pie aún vendado y sensible. Aun así, ella no se quejó. Solo sostuvo su mentón alto, como lo haría una verdadera dama de la corte, aunque en el fondo se sintiera como una intrusa viviendo una vida ajena.
El carruaje se puso en marcha con un crujido suave y constante. El bosque se deslizaba lentamente más allá de las ventanillas, y las sombras de los árboles proyectaban siluetas danzantes sobre las paredes del interior.
Leonard y Violeta iban frente a frente. El espacio era reducido, y sus rodillas casi se tocaban. Pero el aire entre ellos