Esa noche no fue distinta en apariencia.
Las antorchas del palacio titilaban con su danza eterna de fuego. Los corredores de piedra mantenían su habitual silencio gélido, y los guardias murmuraban entre dientes mientras cambiaban de turno.
Pero en una de las alas nobles, tras una puerta cerrada con finos grabados florales, algo estaba cambiando.
Arabella Devereux, aún con el vestido puesto, se sentó en el borde de su cama, descalza. Sus manos apretaban las sábanas como si de ellas dependiera mantener su mundo unido.
No lloraba.
No gritaba.
Solo respiraba hondo, como quien intenta contener una explosión en su interior.
—¿Por qué…? —susurró en voz baja, aunque no había nadie allí para escucharla.
Se preguntaba por qué él no había respondido. Por qué la había apartado con tanta frialdad.
Por qué le escribió cartas si luego iba a negarlas.
Por qué, después de tantas promesas robadas al amanecer, había vuelto al silencio.
En su corazón, aún tembloroso, la respuesta era tan obvia como cruel