El sol apenas despuntaba en el horizonte, tiñendo de dorado los tejados y las copas de los árboles que se mecían suavemente con la brisa de la mañana. El silencio de la casa era roto solo por el canto distante de los pájaros y el tenue crujir de las maderas que, poco a poco, se desperezaban con el calor. Emma abrió los ojos lentamente, acostumbrándose a la luz que se filtraba entre las cortinas. A su lado, Leonard ya estaba despierto, sentado en el borde de la cama, con el rostro serio y los pensamientos muy lejos de aquel lugar.
Emma lo observó en silencio unos segundos, percibiendo esa tensión en sus hombros, ese aire de melancolía que no había desaparecido desde la noche anterior. Algo lo inquietaba, algo que él no quería compartir del todo.
—Leonard… —susurró, todavía con la voz adormilada.
Él giró apenas el rostro y le dedicó una sonrisa leve, forzada, de esas que buscaban tranquilizar sin éxito.
—Perdona si te desperté —dijo en un tono bajo—. No quería hacer ruido.
Emma se incor