La mañana se alzó en el Reino de Aldore con un cielo gris, pesado, como si el mismo firmamento sintiera la ausencia del príncipe heredero. En los corredores del palacio, el eco de pasos apresurados y murmullos angustiados se mezclaban con el repicar constante de campanas, anunciando lo inevitable: Leonard, el primogénito, el futuro rey, había desaparecido.
La Reina Madre Isolde caminaba de un lado a otro en su cámara privada, con los dedos crispados en la tela de su vestido de terciopelo azul marino. Sus ojos, que siempre habían sido dos centellas de temple y sabiduría, ahora mostraban la vulnerabilidad de una madre. —Esto no puede estar ocurriendo —susurraba para sí, casi con desesperación—. No ahora, no cuando la corona necesita estabilidad, no cuando sus enemigos acechan desde dentro y fuera de nuestras murallas.
Había exigido que todos los capitanes de la guardia real se presentaran de inmediato. Lord Allister, su consejero más antiguo, había intentado calmarla, pero ni su experie