La noche había caído por completo sobre la ciudad, envolviéndola en una sinfonía de luces, sombras y murmullos lejanos. Desde la ventana del apartamento, Leonard contemplaba con fascinación el paisaje urbano, las farolas titilantes, los autos deslizándose como luciérnagas modernas y las pantallas gigantes en los edificios proyectando imágenes que no lograba comprender del todo.
Emma lo observaba desde la cocina, apoyada en el marco de la puerta. Sus ojos se detuvieron en la forma en que él tocaba el vidrio, como si aún no creyera que estaba aquí, en este siglo, en este mundo. Se acercó lentamente con dos tazas de té caliente en las manos y le ofreció una.
—Gracias —dijo Leonard, recibiéndola con cuidado, como si aquel pequeño objeto fuera un tesoro delicado.
Se sentaron en el sofá, uno junto al otro, sin hablar durante un rato. No hacía falta. El silencio entre ellos era cómodo, profundo. Como si se escucharan mejor cuando no pronunciaban palabra alguna. De vez en cuando, Leonard mira