El sol se alzaba con suavidad sobre los jardines del palacio, filtrando su luz dorada entre los vitrales que adornaban los pasillos de mármol. Violeta, de pie junto a una de las ventanas, dejaba que el calor tibio le acariciara el rostro, como si buscara en él un poco de consuelo. Las últimas semanas habían sido una espiral de incertidumbre, pero también de pequeños milagros. Leonard había comenzado a recordar, poco a poco, como si su memoria se abriera paso entre las grietas del embrujo que los había separado. Y aunque aún había silencios entre ellos, cada gesto, cada mirada, empezaba a tejer nuevamente el hilo invisible que alguna vez los unió.
Esa mañana, él la encontró en los establos, cepillando con delicadeza al viejo corcel blanco que solían montar juntos en sus primeras escapadas. Leonard se quedó observándola en silencio durante unos segundos, como si quisiera memorizar el modo en que su cabello brillaba bajo la luz o cómo sus manos se movían con ternura sobre el lomo del ani