La luna se alzaba como un testigo mudo sobre el castillo de Theros, proyectando su luz plateada sobre las torres de piedra, los jardines sellados y las estancias aún agitadas por el temor. Los rumores del atentado no habían cesado. En los pasillos se hablaba en susurros. Nadie sabía quién había envenenado la copa… pero todos sabían una cosa:
Lady Violeta Lancaster debía estar muerta.
Y no lo estaba.
Violeta se había negado a cenar. La bandeja quedó intacta sobre la mesa, sellada, bajo vigilancia de una doncella que no se movía. No era miedo lo que sentía ahora, sino una alerta punzante, un presentimiento constante que no la dejaba respirar con libertad.
Se había sentado frente al fuego, sola, con el cabello suelto y la mente en guerra.
—Si lo hicieron una vez… lo harán otra —susurró para sí misma.
Entonces lo escuchó.
Tres golpes. Rítmicos. Suaves. Precisos.
Alguien estaba en su puerta.
Se puso de pie con lentitud. La doncella intentó acercarse, pero Violeta levantó una mano para dete