Valeria
La luz de la mañana se colaba por las cortinas con una suavidad inesperada. Había algo en el aire que olía a nuevo, como si el día supiera que ya nada iba a ser igual. A mi lado, Fernando dormía profundamente, con una de sus manos aferrada a la mía como si, incluso dormido, necesitara saber que seguía allí.
No quise moverme. Lo observé en silencio, dejando que mi pecho se llenara con esa imagen: su rostro relajado, el cabello desordenado, las marcas en su piel que, de alguna forma, también eran parte de mi historia ahora. Había amado a ese hombre con todo mi cuerpo la noche anterior, pero más que eso, había aprendido a mirarlo sin miedo. A mirarlo de verdad.
Tenerlo allí, respirando tranquilo junto a mí, me daba una paz que no sabía que necesitaba. Como si, por primera vez en mucho tiempo, mi mundo tuviera sentido. Ya no era solo el deseo, ni la costumbre de cuidar. Era la certeza profunda de que su presencia era hogar. Que podía vivir días enteros solo para despertarme a su la