Después de esa operación llegué a casa demasiado agotada, me di una ducha y me acosté, me sentía extraña, no tarde en quedarme dormida.
El dolor me despertó antes del amanecer. Era punzante, seco, como si algo dentro de mí se desgarrara. Me incorporé en la cama con dificultad, intentando entender qué ocurría. Me llevé las manos al vientre, sentí la rigidez, la presión insoportable. Y entonces, el calor: la sangre deslizándose por mis piernas.
—No… no puede ser… —susurré.
El corazón me latía tan rápido que me dolía el pecho. Respiré hondo, intentando no entrar en pánico. Soy médica, pensé. Sé lo que debo hacer. Pero mis manos temblaban. Caminé como pude hacia el baño, confirmando lo que ya temía: había un sangrado abundante. Desprendimiento de placenta. Mi mente lo diagnosticó antes de que mi boca pudiera pronunciarlo.
Tomé el teléfono y marqué sin pensar.
—¿Hola? —contestó Manuel, con música de fondo.
—Manuel… ayúdame… —jadeé, apoyándome contra la pared—. Estoy sangrando, he roto fue