Refugio sin Nombre.

El sol comenzaba a hundirse cuando Isela vio algo en el borde de la carretera.

No era una casa, no era un galpón, ni siquiera parecía un edificio; más bien una interrupción en el paisaje, como si la tierra hubiese sido cortada a propósito en forma de rectángulo y luego cubierta por maleza seca.

—Espera —dijo Cayden, casi en un susurro.

No era una orden, era una sensación compartida. Una punzada al fondo del pecho que venía de ambos.

Isela redujo la velocidad, sintiendo cómo la grava crujía bajo sus pies. El viento movía la hierba alta, revelando y ocultando lo que parecían escaleras. No escaleras comunes: peldaños de concreto que descendían hacia la oscuridad.

No había señalización, ni una cerca, ni restos de maquinaria reciente, solo un agujero en el mundo.

—¿Lo ves? —preguntó Isela.

—Lo siento —respondió Cayden.

Era verdad. Él lo sentía: una vibración que no venía del suelo, sino del aire mismo. Una pulsación tenue, casi espectral, que se enredaba con su piel artificial y con la res
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