El eco de los tacones de la reina Isolde retumbaba en las paredes de mármol del ala oeste, como un presagio. Nadie osaba detenerla. Nadie osaba mirarla directamente. Iba sola, con la frente alta, las manos enguantadas y el ceño tan afilado como una daga ceremonial. Su capa arrastraba un perfume de jazmín, pero en el aire, lo que realmente flotaba era el olor del miedo.
La noticia la había alcanzado minutos antes del cambio de guardia: El príncipe Leonard no había despertado.
Una segunda fiebre, más alta que la primera, había tomado su cuerpo sin misericordia. Los sanadores hablaban de una inflamación desconocida, de venas tensas como cuerdas, de temblores involuntarios y delirios sin sentido. Pero la reina sabía mejor.
—No es enfermedad —dijo en voz baja, al cruzar el umbral de la Cámara del Príncipe—. Es debilidad.
El interior de la habitación estaba impregnado de un calor opresivo. Las velas parpadeaban, consumidas por el aceite. Leonard yacía en la cama como un mártir derrotado, su