Leonard no pudo dormir esa noche.
El resplandor tenue del libro seguía titilando como una estrella moribunda sobre la mesa de roble antiguo. Las palabras que ambos habían escrito, desde dos mundos distintos, parecían un puente imposible, una herida abierta en el corazón del tiempo.
Con el pulso acelerado, Leonard abrió nuevamente el libro. Sus dedos rozaron las páginas, ahora tibias, como si una presencia invisible aún estuviera allí. Las palabras “te extraño” seguían grabadas con la tinta dorada que solo el alma podía invocar.
Sin pensarlo, volvió a tomar la pluma.
—¿Dónde estás? —escribió, con el corazón temblando de un deseo que ya no podía ocultar.
La tinta se absorbió en el papel, y por un instante temió que no hubiera respuesta. Pero entonces, la pluma tembló. Las letras comenzaron a brotar como lágrimas:
—Estoy en mi mundo… un mundo que tú no conoces —decía la primera línea, temblorosa, íntima, dolida.
Leonard sostuvo la respiración.
—¿Tu mundo? —susurró en voz alta, leyendo mi