Años después
El viento soplaba suave entre los árboles que bordeaban la antigua ciudadela de Masquerade. Los muros, alguna vez marcados por el fuego y la guerra, ahora se cubrían de enredaderas y flores traídas de los distintos reinos. El palacio resplandecía bajo la luz de un sol tenue, inquebrantable, como si el mismo cielo hubiera decidido rendirse a la paz.
En los jardines colgaban estandartes negro y rojo, con el escudo del Clan.
Los reinos, aunque aún distintos en cultura y esencia, vivían una era de tregua duradera. Los portales estaban protegidos por barreras conjuntas y sólo los autorizados por la Matriarca, el Canciller de la Agencia de supervisión y el Consejo podían cruzar de uno a otro mundo. Aquella Agencia, antaño instrumento de control y castigo, se había transformado en lo que fue en su origen: observadora, mediadora, protectora.
Los nombres de los caídos estaban grabados en piedra, no como una herida, sino como raíz. Cada vida había sido un hilo en el tapiz del cambi