La tienda de campaña del Enmascarado se alzaba en el centro del campamento Darkfang, más grande y sólida que las demás, reforzada con pieles de oso y estacas firmes. Dentro, la luz parpadeante de un brasero iluminaba mapas extendidos sobre una mesa robusta. Sobre el pergamino, líneas rojas y negras dibujaban rutas, emboscadas y puntos de asalto contra la manada Blacknight. La guerra no era solo fuerza bruta, era precisión, y él lo sabía mejor que nadie.

Apoyado sobre la mesa, el Enmascarado repasaba las marcas una vez más. Su mano enguantada recorría las fronteras, midiendo mentalmente las distancias. A cada lado de la mesa, dos de sus soldados de confianza aguardaban sus órdenes.

—El primer grupo atacará por el flanco norte, donde las defensas son más débiles —dijo con voz grave, modulada para que resonara como un trueno contenido—. La segunda división cortará la retirada por el oeste. Nadie entra ni sale sin mi permiso.

Uno de los soldados, un lobo alto con cicatrices en la mandíbu