Flávia narrando
El fin de semana había sido... diferente.
Observaba a Rafael y a mi padre intercambiar miradas tensas, pero respetuosas, durante el desayuno. Dos alfas aprendiendo a compartir el mismo territorio. Mi corazón se apretó al ver a papá —ese hombre duro que nunca lloró delante de nadie— susurrar algo al oído de mamá que la hizo reír de ese modo tímido, de niña. Ellos eran la prueba viva de que el amor podía ser fuerte y silencioso.
Pero el lunes llegó como un golpe en el estómago. Mientras la denuncia contra Deividson seguía en investigación, la pesadilla que tanto temíamos finalmente mostró sus garras, y la paz del fin de semana se desmoronó en segundos.
Estábamos en la cocina de la mansión cuando sonó el teléfono. La voz al otro lado era distorsionada, mecánica, como si pasara por un filtro:
—“Debiste haberte quedado en Austin, Flavinha... Ahora tendré que lastimar al hermanito para que aprendas.”
El vaso resbaló de mi mano, estrellándose en el mármol. Antes de que pudier