Capitulo 3

 

Elisa despertó sintiendo temor. El sol de la mañana iluminaba el dormitorio y en la chimenea ardía un agradable fuego. Pero no estaba sola. Jon St. Clare, el monstruo de sus sueños, estaba de pie junto a ella, observándola con su rostro  terriblemente hermoso... e inquietante.  Ella lo comprendió repentinamente. Sentándose y apartándose los mechones que le caían por la cara, se dio cuenta de que sólo llevaba un fino camisón sin mangas de verano. Se subió la colcha hasta la altura del pecho sintiéndose ruborizada. El corazón le palpitaba desbocado. 

—¿Qué estás haciendo en mi habitación?

 También él se ruborizó.

—He llamado varias veces pero no despertabas. Entré para ocuparme del fuego —dijo con rigidez.

—Bien, entonces ya puedes irte. 

Jon le lanzó una mirada brillante.

—Te sugiero que moderes tu tono, madam.

 

Elisa se aferró a la colcha que le cubría los hombros mientras se preguntaba cuánto tiempo habría estado  contemplándola mientras dormía con un atuendo tan ligero.

—Mi rudeza es como la tuya —osó replicar—. Ningún caballero invadiría el dormitorio de una dama, bajo  ningún concepto.

Él suspiró, claramente molesto.

—Hace mucho frío y los últimos meses has sufrido mucho. ¿Quieres acabar con tu salud?

—¿Y a ti qué te importa? — se encogió de hombros. Y recibió una mirada de enfado que de algún modo  le agradó.

Él se dispuso a salir de la habitación, pero se detuvo para volver a mirarla:

—Estamos aislados por la nieve.

—¿Qué?

—Ha estado nevando toda la noche. El camino ha quedado intransitable, y no creo que las carreteras estén  mejor. Estamos aislados.

Elisa lo miró con horror.

—Te veré en el comedor —dijo Jon—. O’Hara ha preparado el desayuno. —Sonrió fríamente

—. Me temo  que tendremos que quedarnos aquí varios días, tú y yo, juntos.

Cuando se fue, ella se hundió en la almohada. 

—No—susurró—. ¡Oh, no!

Para Elisa sólo había una forma de sobrevivir durante los próximos días, hasta que Jon  la llevara a casa, y  era permanecer en su habitación evitando su presencia. A excepción, sin embargo, de las comidas. No tenía la intención de pasar hambre ahora, no después de pasar tantos meses de escasez producto a su flamante escapada y su auto impuesto exilio una vez lego a la casona, bien sabía que había podido salir a abastecer la  despensa en vez de seguir comiendo frutos silvestres y  caldos mal hecho, si algo estaba segura es de que no pensaba entrar más a  una cocina por lo menos en una buena temporada.

 A las  diez menos cuarto se presentó a la mesa del desayuno. Jon su supuesto esposo estaba leyendo un periódico viejo que había comprado en Nueva York. Cuando ella entró en la estancia con un vestido rosa pálido, él se levantó. A su pesar,  tuvo que admitir que sus modales eran impecables. 

Llevaba unas viejas botas de montar, unos bombachos apretados que le iban como un guante y una chaqueta de pata de gallo igualmente vieja. Aun así, resultaba muy atractivo. 

Al sentarse en el otro extremo de la mesa, procuró mostrarse indiferente. Pero le resultó imposible... sentía que la miraba intensamente.  Seguro que estaba equivocado, pensó ella con súbita desesperación. ¡No podían estar casados por poderes! Era una idea intolerable. 

O’Hara entró en la sala con una bandeja de salchichas, huevos y bollos tostados recién hechos.

—Buenos días, milord, milady —dijo jovialmente con su inconfundible acento irlandés. Se inclinó—. ¡Feliz  Navidad! 

Elisa sintió un escalofrío. Había olvidado qué día era. Jon también permaneció inmóvil en el otro extremo de la mesa. Sus miradas se cruzaron fugazmente. Lisa apartó la mirada murmurando «Feliz Navidad» al sirviente, pero no a Jon, al hombre que tal vez era su marido, y se sintió mal por ser tan mezquina. La Navidad era un día especial, un día de amor, regocijo y celebración. Aunque el suyo era un día de pesar y desesperación. Elisa se apenó por no estar en su casa con su familia. ¡Cómo necesitaba a su padre y a su hermanastra en este momento! 

Y aunque estaba famélica, de pronto perdió el apetito. Se levantó.

—Discúlpame. Yo... —No pudo seguir. Vagamente consciente de la intensa mirada de Jon, y del hecho de  que él también se levantó, dio media vuelta y se apresuró a salir de la habitación.

—Espera, Elisa —dijo Jon  corriendo tras ella. En el pasillo ella se giró.

—Por favor, déjame sola —rogó. Él se mostró frío.

—Elisa, es hora de que hablemos. 

—No —dijo llorando y agitando la cabeza. La gruesa trenza se le movía por la espalda como una cuerda. Él le tocó un hombro. 

—Ven conmigo. —El tono era suave pero firme; era una orden.

Sintiendo odio hacia él, Elisa se dio cuenta de que no le quedaba más remedio que ir y dejó que él avanzara  hacia la biblioteca. Una vez allí, Julián se acercó a la ventana y miró la nieve que caía en el prado.Ella se encogió de hombros. Eran las peores Navidades que podía imaginar. Sentía que se le partía el  corazón. Qué sola se sentía.

Jon  se volvió hacia ella.

—Mereces una explicación.

Elisa no dijo nada. No había nada que decir.

—Elisa, no fue idea mía volverme a casar, en verdad, de haber tenido la oportunidad de escoger nunca  hubiera vuelto a casarme.

Ella tragó saliva, sintiéndose mareada.

—Sin duda intentas hacerme sentir mejor, no esta dando resultado.

—Por favor,  abandona tu rencor por un instante. 

Ella pestañeó y por fin, aunque reacia, asintió con la cabeza. Aunque lo despreciaba, deseó saber qué  pensaba, escuchar lo que tuviera que decir. Él se aclaró la garganta.

—Las circunstancias me obligaron a casarme.

—¿Con una heredera como yo?

—Sí. —La miró a los ojos con aire contrito.

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