Mansión Salvatore — 05:45 a.m.
El rugido de motores blindados rompió el silencio de la madrugada como un trueno lejano. Isabela, insomne en la habitación de invitados, oyó las alarmas perimetrales y corrió al balcón. Abajo, el convoy entraba maltrecho: blindados perforados por balas, humo saliendo de un capó. Hombres armados descendían, mochilas pesadas a cuestas. Y allí, Adrián, cojeando, hombro envuelto en trapos ensangrentados, cara cubierta de hollín y sudor. Vivo. No muerto en ese infierno panameño como temía desde la llamada de Máximo.
No fue perdón lo que la impulsó. Fue alivio crudo, animal, de que el hombre que aún llevaba su apellido no se hubiera pudrido en un contenedor ruso. Bajó las escaleras de dos en dos, bata abierta, pies descalzos golpeando el mármol. "¡Adrián!", gritó, voz quebrada por horas de llanto reprimido. Se detuvo a un metro, no se lanzó. Solo lo miró: exhausto, herido, pero erguido. "Estás... vivo".
Él asintió, exhalando. "Lo recuperamos, Isa. Todo. Cincue