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El océano se extendía hasta donde la vista alcanzaba, destellando bajo el sol y un cielo muy azul, y me costaba sustraerme a la sensación hipnótica de calma y quietud que me provocaba.

Sal trabajaba en la cubierta superior, protegido del sol bajo el toldo rígido que cubría ese espacio, combinación de sala y puente de mando.

Yo permanecía en la cubierta principal, en la parte de atrás, que luego aprendería que se llamaba “popa”, sentada a otro juego de sillones fijos flanqueando una mesa, desde donde había visto desaparecer la costa más allá de la estela de los motores.

Cuando llegamos a la marina, no me sorprendió que me condujera a un yate de lujo, aunque fuera relativamente discreto y más pequeño que los más ostentosos anclados en los muelles vecinos.

Nunca en mi vida había abordado ninguna clase de embarcación, ni un bote a remo, y traté de no mirar a mi alrededor boquiabierta como campesina en la gran ciudad, aunque no estoy segura de haberlo logrado del todo.

Él se conducía igual
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