—Te sienta bien el color blanco, mamá. —Perdí la cuenta del paso de los años, o al menos desde la última vez que vi a Moros.
No me quejo, tuvo razón que disfrutaría mi vida con los placeres humanos por muy banales que parezcan a los dioses.
Pero por mucho que disfrutara de los viajes, buenas comidas e incluso de vez en cuando los coqueteos de algún caballero que buscaba algo conmigo, nada se compara a esos pequeños momentos junto al dios de la muerte.
Tan majestuoso, repleto de su gloria enclaustrada en un pedestal, esperando por su amada.
Una amada caprichosa, el conoce a su enamorada a la perfección.
La conoce tanto al punto en que no asistió ni una sola vez a buscar esas almas en pena, vagando por culpa de los platillos de su querida.
Él era consciente de que solo hacía esa labor para llamar su atención, para obligarlo a llegar hasta ella y verse de nuevo bajo de la silenciosa luna, quien nunca acusó a la pareja por sus encuentros bochornosos en el pasado.
—Muchas gracias, hija. —A