Amanda no sabía en lo que se había metido.
Mintió. Mintió con todos los dientes, con la garganta seca, con el alma temblando. Mintió para proteger lo único que en ese instante podía llamar suyo: sus hijos. Y al hacerlo, no solo había entregado su voz, sino también su dignidad.
Sabía que sus palabras no eran reales, que esa confesión no había nacido de la verdad, sino del miedo. Miedo a perderlos, a quedarse sola de nuevo, a repetir la historia de vacío que tanto había luchado por enterrar.
Pero a los ojos de Eric Sanders, todo eso era una prueba más de lo que él ya creía de ella.
Una embustera. Una cazafortunas. Una mujer dispuesta a cualquier cosa con tal de atarlo a ella.
Y ahora que había abierto la boca, ahora que había dicho lo que él quería escuchar, Amanda sintió el peso real de lo que había hecho.
Porque cuando salieron de la clínica, él no volvió a gritar.
No necesitó hacerlo.
Le bastó una sola frase, dicha con esa calma cruel que dolía más que el desprecio abierto:
—Ahora es