Cordelia
Sentía el asco todavía pegado a la piel. Como si el veneno de Astaroth hubiera dejado una capa invisible sobre mí que ni el fuego más puro podría arrancar.
Me había vestido con espectros, sangrado por rituales oscuros y despertado en una celda del infierno, pero nada... nada me había hecho sentir tan sucia como esos dedos demoníacos jugando por mi cuerpo.
Me acurruqué en una esquina de la celda, abrazando mis piernas contra el pecho, evitando los malditos barrotes.
El vestido de sombras seguía allí, vistiendo mi piel como un recordatorio viviente de lo que ahora era.
Un arma.
Un entretenimiento.
Una prisionera con fecha de vencimiento.
Fernanda estaba en su rincón, sentada sobre una piedra, con los brazos cruzados y esa cara de “te lo dije” que me daban ganas de arrancarle la lengua. Si la tuviera, claro.
—¿Estás bien, Cor? —preguntó, pero lo dijo como si en realidad quisiera decir “te ves como una bolsa de basura pisoteada”.
—Estoy perfecta, gracias por preguntar —gruñí