Capítulo 5
—¡Ese no es mi hijo! Nuestro bebé era tan hermoso… —le solté a Ramón con el corazón hecho pedazos, como un último intento desesperado de despertar en él, aunque fuera un poco de amor por ese amado hijo que nunca llegó a nacer.

—Francisca, el bebé ya no está. Aferrarte a esas cosas solo te hace daño. Y no hagas tanto escándalo por una tontería, ¿qué va a pensar la manada de mí? Eres una inmadura. Cálmate de una vez.

Y dicho eso, sin vacilar, levantó a Fabiola en brazos y se fue con ella a paso largo.

Cuando por fin el llanto me dio tregua, recogí con dolor los restos de ropa y la foto rota de la basura. Con manos temblorosas, traté de recomponer la ropa. Luego, con sumo cuidado, pegué la foto con pegamento.

Acaricié una y otra vez esa imagen como si fuera el tesoro más valioso del mundo. Solo entonces, entre los escombros de tanto dolor, sentí un mínimo alivio en el pecho.

Con esa foto, sentía que mi hijo realmente había existido. Pero Ramón jamás entendió lo que esto significaba para mí.

Poco después, él regresó. Se agachó y alargó la mano para acariciarme la cabeza con cinismo.

—¡No me toques!

Me aparté con desprecio. No soportaba que me tocara.

Su expresión se endureció enseguida. Sin decir nada, me arrancó la foto de las manos y la lanzó al fuego.

Las llamas la devoraron en cuestión de segundos.

Me lancé como loca hacia la chimenea, desesperada, tratando de rescatar aunque fuera un pedazo. Pero Ramón me sujetó con fuerza. Me atrapó entre sus brazos, alzó mi barbilla y me obligó a mirarlo a los ojos a través de mis lágrimas.

—Francisca, nuestro hijo no nació. Está muerto. ¡Murió hace años!

Sus palabras me hirieron. Pero me hicieron abrir los ojos de golpe.

Qué cruel podía llegar a ser este tipo. Tan cruel, que ni siquiera era capaz de tolerar una simple foto.

¡Él era el padre de ese hijo!

Y aun así, fue él quien se empeñó en romper mi última esperanza.

Él quería que lo olvidara. Pero ese bebé era parte de mí, de mi sangre. Si yo no lo recordaba, entonces nadie en este mundo lo haría.

—Cuando nazca el hijo de Fabiola, lo criarás como si fuera nuestro.

Despreocupado me levantó en brazos, dispuesto a llevarme de regreso al cuarto. Pero justo en ese momento, Fabiola apareció en la puerta. Llevaba puesto un camisón de encaje, y lo miró con ojos suplicantes.

—Tuve una pesadilla... Tengo miedo de dormir sola. El bebé también.

Ramón hizo mala cara y me lanzó una mirada, visiblemente incómodo.

Fabiola mordió su labio inferior y, con una voz temblorosa, a punto de quebrarse, dijo:

—Tengo mucho miedo, ¿y si por eso pierdo al bebé?

Esas palabras lo hicieron vacilar de inmediato. Al instante me soltó y, con gesto torpe, trató de justificarse.

—Fabiola no se siente bien. Me quedaré un rato con ella. Después iré a acompañarte, ¿de acuerdo?

—No hace falta. Mejor quédate con ella.

Al verme tan tranquila, sin una sola queja, Ramón suspiró aliviado.

—Sabía que eras la mejor de todas.

Entonces la rodeó con el brazo y entró con ella en el cuarto. Esperé toda la noche ansiosa, pero él nunca regresó.

Y lo supe. Ya no iba a regresar. Y yo, tampoco iba a seguir esperándolo.

Ramón tenía razón: aferrarme a las cosas del bebé solo era una forma de engañarme a mí misma.

No necesito más que guardarlo en mi corazón. Con eso era más que suficiente.

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