ANASTASIA
Leo me coge de la mano y me lleva por el corto pasillo hasta un habitáculo. Aquí dentro huele a él, y a desinfectante.
—No sabía si estabas ocupado, pero estaba aburrida en la cafetería y... —empiezo a decir, sintiéndome un poco tonta por aparecer así, sin avisar, con la excusa más débil del mundo.
—No importa.
Su voz sale tan rápida que me corta el aliento. Y antes de que pueda decir nada más, ya tengo su boca sobre la mía. Sus labios son cálidos, urgentes, y me derrito contra él como si mi cuerpo supiera exactamente qué hacer antes que mi cabeza.
—Puedes venir siempre que quieras —susurra contra mis labios, rozándolos con las palabras.
Quiero contestar algo, pero él vuelve a besarme antes de que pueda reunir una respuesta coherente. Esta vez es más lento, más profundo. Me coge de la cintura y me arrastra a su cuerpo cuando se apoya contra la camilla.
—Me has acostumbrado a verte siempre en la cafetería —confieso.
Los labios se le estiran con una pequeña sonrisa.
—¿Es tu fo