Jordan avanzó con paso firme, sus botas resonando contra las piedras antiguas, cada sonido cargado de una tensión insoportable. Sus ojos, normalmente serenos, estaban encendidos de un fuego oscuro, un fuego que no ocultaba: celos.
—¿Así que era esto? —repitió con ironía, sin apartar la mirada de Ian—. Mientras yo arriesgaba el pellejo para protegerte, tú disfrutabas de lo que no te pertenece.
Ciel abrió la boca, intentando explicarse, pero Ian dio un paso al frente, interponiéndose entre ella y Jordan, como un muro. Su voz salió grave, peligrosa.
—No hables de ella como si fuera un objeto. Ciel no te pertenece.
Jordan apretó los puños, el filo de su espada brilló bajo la luz tenue de la luna.
—¿Y a ti sí? —espetó, con la rabia contenida—. Ian, siempre has tenido esa arrogancia de creer que el mundo se inclina a tus pies.
Ian arqueó una ceja, sin moverse un centímetro.
—No necesito que el mundo se incline. Solo necesito que ella me mire como lo hace ahora.
Las palabras cayeron como un