El fuego azul que rodeaba al Concilio se agitaba como un mar tempestuoso.
Cada figura envuelta en túnicas parecía caminar sobre un suelo que no pertenecía a este mundo. Sus máscaras reflejaban no solo los rostros de los presentes, sino sus miedos más íntimos. Los guerreros, que hacía minutos luchaban hasta la muerte, ahora retrocedían como niños asustados.
Ciel seguía inconsciente entre los brazos de Ian, su respiración entrecortada, su piel sudorosa. Cada exhalación parecía traer consigo un destello de luz y sombra, como si dentro de ella todavía pelearan fuerzas irreconciliables. Ian la sostuvo más fuerte, incapaz de apartar la vista del Concilio, su corazón latiendo con la urgencia de protegerla.
—No se atrevan… —murmuró, con voz ronca pero firme.
Jordan, ensangrentado, se adelantó un paso. Su espada ardía con el fuego ancestral de su linaje, pero lo que ardía aún más eran sus ojos. Celos. Rabia.
—Ni ellos ni tú —dijo, mirándolo directamente a Ian—. Ella no te pertenece.
Ian apretó