El cielo temblaba. La luna carmesí parecía sangrar sobre el campo en ruinas, tiñendo de rojo todo lo que tocaba. El híbrido —Ciel y Artaxiel en un mismo cuerpo— avanzaba despacio, con pasos que resonaban como campanadas fúnebres.
Cada movimiento suyo liberaba ondas de energía que hacían vibrar la tierra, abrirse grietas y retorcerse los árboles como si fueran meras ramas secas.
Ian, aún sangrando por la muñeca, se puso frente a ella. Su respiración era errática, su cuerpo estaba al borde del colapso, pero sus ojos ardían con determinación.
—Si quieres destruirlo todo, tendrás que pasar sobre mí —dijo, con voz grave.
El híbrido ladeó la cabeza, y durante un segundo, el rostro de Ciel apareció limpio, humano, con lágrimas recorriendo sus mejillas.
—Ian… —susurró.
Pero de inmediato, la sombra plateada de Artaxiel deformó su expresión en una sonrisa cruel.
—Entonces morirás primero.
El ataque
El aire estalló. El híbrido extendió su mano, y un rayo de pura oscuridad, mezclado con destellos