El silencio se quebró cuando Ciel abrió los ojos. Su respiración se entrecortaba, su cuerpo temblaba como si fuera un frágil cristal a punto de romperse. Pero en su mirada había algo nuevo: no era solo miedo, ni furia, ni desesperación… era una resolución fría, nacida del borde mismo de la locura.
—Si todos me quieren como arma… —susurró, con voz baja, pero que resonó en cada rincón del campo— …entonces tendrán que probar mi filo.
De pronto, el aire se volvió denso, imposible de respirar. Una presión sobrenatural descendió sobre el claro. El fuego de Kaelion titiló y casi se extinguió; las sombras de Azereth retrocedieron con violencia; incluso los cantos de los Guardianes se quebraron en un chillido desesperado.
Ciel se levantó sola, apartando las manos de Ian. Su cuerpo brillaba con destellos contradictorios: plata, negro, celeste y rojo carmesí. Cada aura chocaba contra la otra, generando un campo de energía tan inestable que hacía vibrar las piedras bajo sus pies.
—¡Eclipse! —rugi