capitulo 3

Tomé la cuchara. Fría. La comida también. Pero no dije nada.

Masticaba sin saborear. Tragaba sin hambre.

Mi madre se sentó nuevamente y comió en silencio, como si nada hubiera pasado.

—¿Puedo retirarme? —pregunté sin mirarlos directamente.

Mi padre asintió sin decir nada. Mi madre ni siquiera alzó la vista.

Llevé el plato a la cocina, lo dejé en el lavaplatos sin hacer ruido, y subí las escaleras con pasos contenidos.

Apenas crucé la puerta de mi cuarto, me derrumbé.

Me dejé caer sobre la cama, abrazando la almohada con fuerza, y el llanto salió sin permiso.

Las lágrimas se deslizaron por mi rostro mientras miraba el techo, como si allí arriba pudiera encontrar respuestas.

Mi mejilla todavía ardía, pero dolía más por dentro.

Entre sollozos, tomé el celular. Aún lo tenía escondido en el bolsillo del suéter.

Escribí un mensaje rápido:

“Isa, ya llegué a casa. Mañana en la universidad hablamos.”

Lo envié, y apagué la pantalla.

Me sentía rota.

Confundida.

Y lo peor… sola.

Pero algo me decía que mañana nada iba a ser igual.

El reloj marcaba las 3:00 a.m.

Bip... Bip... Bip...

El sonido suave del reloj digital fue suficiente para sacarme del sueño agitado. Mi cuerpo temblaba, sudor frío corría por mi espalda.

En esta casa, las tres de la madrugada no eran solo una hora más.

Era la hora de la oración.

Una costumbre impuesta.

Una tradición que mis padres nunca olvidaban, incluso si el mundo se estuviera cayendo a pedazos.

Me quedé quieta en la cama, abrazada a la manta como si pudiera protegerme de algo invisible.

Desde la planta baja, escuché pasos.

Primero uno. Luego otro.

La puerta se abrió de golpe.

—¡Ciel! —La voz de mi madre me arrancó del poco sueño que había logrado atrapar—. ¡Levántate de inmediato!

Me senté sobresaltada, aún con los ojos pesados. Ella estaba en el umbral, con el ceño fruncido y los labios apretados como si masticara su rabia.

—¿Qué haces aún acostada? ¡Es la hora de la oración!

Miré el reloj. Eran las 3:00 a.m., la hora sagrada en esta casa. La hora en la que, según ellos, “el alma se enfrenta a sus demonios”.

Me levanté con torpeza. No dije nada.

Pero eso pareció enfurecerla aún más. Caminó hacia mí con pasos secos, me tomó del brazo con fuerza y me obligó a ponerme de pie por completo.

—Dios no nos dio una hija rebelde como castigo —espetó, con veneno en la voz—. ¿Por qué te empeñas en alejarte del camino? ¡Ni una oración puedes cumplir sin protestar!

Mi padre apareció detrás de ella, aún con el rosario entre los dedos. Negó lentamente con la cabeza y suspiró como si llevara siglos arrastrando mi existencia.

—Tan difícil educarte... —dijo con voz seca—. ¿Por qué nos haces esto, Ciel? ¿Acaso no te hemos dado todo?

Todo.

Sí, todo excepto libertad. Excepto amor. Excepto comprensión.

No respondí.

Mis piernas temblaban, pero no por el frío. Era la mezcla de rabia, miedo… y algo más. Algo desconocido. Algo que desde anoche me vibraba en la sangre.

—¡A la sala! —ordenó mi madre—. Vamos a orar por ti. A pedir perdón por tus pecados.

Cerré los ojos con fuerza, conteniendo las lágrimas. Pero era inútil.

Imágenes del pasado me golpearon como relámpagos: los pasillos fríos del colegio de monjas, los rezos interminables, las miradas de juicio, los castigos por hacer preguntas, por reír, por soñar. Por sentir.

Todo estaba prohibido.

Todo era pecado.

Incluso amar.

Me arrodillé en el suelo, sintiendo cómo las lágrimas caían sin control.

—Dios… —susurré entre sollozos— ayúdame.

Hazles entender que tu amor… no es así.

No es castigo. No es miedo.

No puede ser esta jaula en la que me tienen encerrada.

Apoyé la frente contra el suelo frío. El corazón me dolía. No por rebeldía, sino por hambre de verdad. De consuelo. De libertad.

—No quiero perder la fe —dije casi sin voz—. Solo quiero sentir que no estoy sola. Que no soy mala por ser diferente. Que tú… no eres como ellos creen.

El silencio me envolvió. Solo se escuchaba el tic-tac del reloj y mi propia respiración quebrada.

Y entonces, un leve susurro cruzó mi mente, tan claro que me hizo alzar la cabeza:

"No estás sola, Ciel..."

Mi pecho se detuvo por un segundo. ¿Lo había imaginado? 

Me giré lentamente hacia la ventana. El viento movía las cortinas suavemente… y por un instante, juraría haber visto una silueta en la oscuridad. Unos ojos rojos, observándome con tristeza… y con promesa.

Ian.

Mi corazón latió con fuerza.

En ese momento, mi padre sonrió. No fue una sonrisa cálida, ni siquiera una que pudiera confundirse con alivio. Fue... una sonrisa inquietante. Como si algo dentro de él ya hubiera tomado una decisión.

Negó con la cabeza lentamente, con los ojos aún fijos en mí. Luego se puso de pie, empujando la silla hacia atrás con un leve chirrido que me erizó la piel.

—Terminamos —dijo con voz firme—. Tengo unos asuntos que atender.

Y como ya sabes, hay ciertas cosas que no se aceptan en esta casa.

Sus palabras quedaron flotando en el aire como una amenaza no dicha. Y entonces, mientras se giraba para salir del comedor, el cuello de su camisa se abrió levemente.

Mi corazón dio un salto.

Por un instante… pude verlo.

Un tatuaje, apenas visible, grabado en la parte lateral de su cuello. El mismo símbolo que había brillado en el cuello de Ian antes de desvanecerse.

¿Era una ilusión? ¿Una casualidad?

No.

No lo era.

Era idéntico.

Mis labios se entreabrieron, pero no salieron palabras. Solo un pensamiento cruzó como un rayo por mi mente:

¿Qué está pasando en mi familia? ¿Quién eres realmente, papá...?

Antes de que pudiera procesar lo que acababa de ver, sentí la mano fría y fuerte de mi madre sujetándome del brazo.

—¡No mires a tu padre! —espetó en voz baja, casi como un siseo venenoso—. ¿Quién te dio permiso de alzar los ojos así? ¡Atrevida! 

Sus uñas se clavaron un poco en mi piel, pero el dolor no era lo que me tenía paralizada… era el miedo. Y la certeza de que algo andaba muy mal.

Mi padre, que ya había dado dos pasos hacia la salida, se detuvo. Giró lentamente sobre sus talones. Sus ojos me miraron con intensidad, esa clase de mirada que no busca una respuesta… sino una confesión.

Se acercó y me tomó por los hombros con fuerza.

Su aliento olía a incienso y algo más… algo metálico.

La luz del comedor proyectaba sombras largas y temblorosas sobre la pared.

—¿Viste algo? —preguntó, su tono bajo, casi susurrante, pero con una tensión que cortaba el aire.

No supe qué responder. Sentía el corazón retumbando en mis oídos. Las palabras se atoraron en mi garganta.

—¿Ciel? —insistió él, inclinándose apenas—. Dime… ¿qué viste?

Mi madre apretó más mi brazo, como si me advirtiera en silencio que tuviera cuidado con lo que dijera.

—N-nada —murmuré finalmente, bajando la mirada—. Solo… estaba distraída.

Hubo un silencio que duró demasiado.

Entonces, como si una corriente helada pasara por el cuarto, mi padre soltó mis hombros y se enderezó.

—No me gusta que los ojos se pierdan en lo que no deben —dijo en voz baja—. Y menos en esta casa.

Y se marchó.

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