La respiración de Ciel era cada vez más pesada, como si el aire mismo quemara sus pulmones. La lucha había cesado en el campo, pero la tensión era aún más sofocante que la sangre derramada. La luna, partida en dos, iluminaba a los sobrevivientes con un resplandor espectral, como si el cielo observara con horror lo que acababa de suceder.
Ian la sostenía entre sus brazos, con la mirada fija en ella, sin importarle que sus propias heridas sangraran sin detenerse. Cada latido de su corazón parecía atarse al de Ciel, temiendo que en cualquier momento se rompiera el frágil equilibrio que la mantenía con vida.
—Resiste, Ciel… no me dejes —susurró, su voz cargada de una desesperación que pocas veces dejaba escapar.
Jordan, aún con la espada manchada, los observaba desde unos pasos atrás. Sus ojos, que habían sido un muro de rabia y determinación, ahora temblaban con algo más oscuro: celos. Ver a su hermano sosteniéndola de esa forma, con esa devoción, lo atravesaba como una herida invisible.