Ian, Jordan y Leonardo irrumpieron en la caverna, empapados por la lluvia que caía fuera y con el olor a sangre fresca pegado a la piel.
La entrada estaba custodiada por dos estatuas de piedra con forma de bestias aladas; sus ojos se encendieron en un rojo ardiente cuando el primero de ellos cruzó el umbral.
—No te detengas —gruñó Leonardo, empujando a Ian para que avanzara—. Si nos paran aquí, Ciel queda atrapada para siempre.
Las estatuas se quebraron como si fueran de carne, desplegando alas de hueso y lanzándose sobre ellos.
Jordan desenfundó sus cuchillas gemelas, cortando la primera de un tajo limpio en el cuello.
La criatura chilló, un sonido tan agudo que les perforó los oídos, pero antes de que cayera, la segunda embistió directo contra Ian.
Un brazo invisible lo arrastró hacia atrás.
—¡Muévete! —Jordan bloqueó el golpe, aunque el impacto lo arrojó varios metros contra la pared.
Leonardo, sin perder tiempo, hundió su espada en el pecho del guardián y la giró, dejando escapar