Salgo de la habitación para echar un vistazo y averiguar si, Samuel, se marchó de la casa. Camila se volvió a quedar dormida. Se niega a abandonar su nueva y encantadora cama mullida y suave, de sábanas calentitas. Sus propias palabras.
Atravieso el corredor y llego a la sala. Casi de inmediato me embriaga el delicioso aroma a café recién colado y tocinetas fritas. Me acerco con recelo, pero una vez que me asomo y veo a Horacio sentado a la mesa sin compañía y leyendo el periódico matutino; hago acto de presencia.
―Buenos días.
Saludo con cortesía. El abuelo de mi hija se quita las gafas y corresponde al saludo con una sonrisa radiante.
―Buenos días, Abigaíl ―dobla el periódico y lo deja con sus anteojos sobre la mesa―. ¿Cómo te sientes esta mañana?
Baja la mirada y la dirige hacia mis pies.
―Estoy mucho mejor, Horacio, gracias por preguntar ―tiro de una de las sillas y me siento a la mesa―. No eran tales las heridas para la cantidad de sangre que dejé regada por todas partes.
M