#1 Perdóname, Padre

ANTES DE LEER

Perdóname, Padre, porque estoy por pecar.

Contenido: Romance prohibido, cura, sacrilegio, diferencia de edad.

Este relato explora la delgada línea entre la salvación y la condenación. Si temas religiosos mezclados con lo erótico te incomodan, entonces esta confesión no es para tí.

(***)

Serena

El sonido de mis tacones resonó con un eco sacrílego en el vacío de la iglesia. Era tarde, el sol ya se había puesto y las únicas luces que quedaban encendidas eran las velas que proyectaban sombras largas y danzantes sobre los bancos de madera antigua.

El aire olía a incienso quemado, cera derretida y a ese silencio pesado que solo existe en la casa de Dios. Pero yo no estaba allí buscando paz. Mi cuerpo ardía con una fiebre que ninguna oración podía curar.

Caminé directo hacia el confesionario de madera oscura al fondo del pasillo. Sabía que él estaba ahí. Siempre se quedaba hasta tarde, castigándose a sí mismo con el silencio, cumpliendo sus deberes con esa rigidez militar que lo caracterizaba.

El padre Emerson.

Solo pensar en su nombre evocaba todas las fantasías que habían invadido mis pensamientos desde la primera vez que lo ví. Era tan atractivo que parecía un pecado forjado en el cielo. Tenía el cabello negro, siempre peinado pulcramente hacia atrás, contrastaba con sus ojos azul oscuro. Y estaba demasiado segura de que su cuerpo era firme bajo su atuendo de cura.

Los escenarios perversos y la anticipación hicieron que mi vientre se apretara. Una pequeña oleada de excitación empapó la tela de mi ropa interior. Llevaba todo el día así, húmeda, palpitante, caminando con los muslos apretados para contener la necesidad que él me provocaba.

Y sabía que era mutuo. Podía intentar ocultarlo, incluso negárselo a sí mismo, pero no era ajena a su manera de buscarme entre las demás personas, a esos pequeños detalles cuando su mirada se encontraba con la mía, cómo relamía sus labios rosados o tiraba ligeramente del cuello de su camisa oscura.

Abrí la puerta de mi cabina y me arrodillé en el reclinatorio. La madera crujió bajo mi peso. A través de la rejilla tupida, apenas podía distinguir su silueta. El perfil recto de su nariz, la línea tensa de su mandíbula y esa sotana negra que cubría un cuerpo que yo había desnudado mil veces en mi mente.

—Ave María Purísima —susurró él. Su voz era grave, profunda, una vibración que sentí directamente en el pecho y que bajó hasta mi vientre.

—Sin pecado concebida —respondí.

Hubo un silencio, un instante de reconocimiento. Aclaró su garganta.

—¿Qué pecados has venido a confesar hoy, Serena? —preguntó. Su tono intentaba ser pastoral, distante, pero noté la tensión. Noté cómo se detenía su respiración un segundo antes de decir mi nombre.

Me acerqué más a la rejilla, tanto que mis labios casi rozaban la madera. El olor a jabón limpio y hombría que emanaba de su lado de la cabina me embriagó.

—Lujuria, Padre —susurré—. No puedo dejar de tener pensamientos impuros. Son constantes. Me consumen.

—La carne es débil, hija. Debes rezar para alejar la tentación.

—No quiero alejarla —confesé, dejando que la verdad saliera cruda—. Me gusta. Me toco pensando en eso.

Sentí cómo Emerson se tensaba al otro lado.

—¿En qué, Serena?

—En él, Padre.

—¿Él? —preguntó, con la voz más ronca, perdiendo esa compostura de acero.

—Sí... —cerré los ojos, visualizando sus manos—. Imagino que sus manos, esas manos grandes y pulcras me sostienen con firmeza. Imagino que me levanta la falda y desliza sus dedos dentro de mi vagina, que está tan mojada y necesitada que goteo solo de verlo. Imagino que me llena, Padre. Que me abre y me reclama.

—Basta —siseó. No fue una orden piadosa, sonó estrangulado.

—Ahora mismo estoy empapada, Padre —continué, implacable, guiada por el deseo—. Mi ropa interior es un desastre. Siento que mi piel arde. Necesito que él lo sepa.

A través de la penumbra, vi cómo Emerson giraba la cabeza bruscamente hacia la rejilla. Sus ojos brillaron en la oscuridad, fijos en los míos.

—Hija, estás confesando pecados de lujuria en la casa de Dios —dijo, con la voz cargada de una advertencia oscura—, pero la forma en que me miras me dice que no buscas absolución, sino condenación.

—Busco lo que usted puede darme, Emerson —respondí, rompiendo el protocolo, llamándolo por su nombre.

Levanté mi mano y, con un atrevimiento que me aceleró el corazón, deslicé dos dedos a través de los agujeros de la rejilla de madera. Busqué su espacio. Inmediatamente, mis yemas rozaron el dorso de su mano, que descansaba apretada en un puño sobre su Biblia.

Su piel era cálida, suave.

Esperé a que se apartara. Esperé a que me reprendiera y me echara de la iglesia. Pero no se movió. Su respiración se volvió pesada, errática, llenando el pequeño espacio. Durante cinco segundos eternos, permitió que mi toque profanara su santidad.

De repente, se apartó como si le hubiera quemado.

Escuché el sonido violento de la puerta de su lado del confesionario abriéndose de golpe, chocando contra la madera. Pasos firmes y rápidos resonaron en el exterior.

El pánico me golpeó.

«Me va a echar. Lo he arruinado.»

Pero la puerta de mi cabina no se abrió para dejarme salir.

La cortina pesada de terciopelo que me separaba del mundo se abrió de un tirón y Emerson entró. Su figura alta y ancha llenó por completo el diminuto espacio, bloqueando la salida, consumiendo todo el oxígeno. Cerró la cortina detrás de él, sumergiéndonos en una oscuridad casi total, donde solo existía su calor y el aroma de su deseo reprimido.

Miré hacia arriba, hacia la sombra imponente que se cernía sobre mí. El Padre Emerson hundió sus dedos en mi cabello e hizo que me levantara. Se inclinó apenas, su boca rozando la piel sensible de mi cuello, absorbiendo mi aroma, y su aliento cálido me hizo estremecer.

—Dios puede perdonarte —susurró, y su voz era una promesa de destrucción—, pero esta noche tus pecados serán míos.

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