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#1 El hombre de la montaña

ANTES DE LEER

Nadie vendrá a salvarte.

Temas: Proximidad forzada, diferencia de tamaño y Breeding kink.

Este relato presenta a un hombre de montaña recluso que no ha visto a una mujer en años. Espera rudeza y una posesividad intensa.

(***)

Gabrielle

La nieve no caía, atacaba. Era un muro blanco y furioso que había borrado el mundo, reduciendo mi universo a cuatro paredes de troncos gruesos, el calor de una chimenea y un penetrante aroma a cedro, limpio y masculino, que actuaba como una droga, nublándome el juicio y obligándome a inhalar más profundo.

Llevaba dos días atrapada allí. Dos días desde que mi excursión se convirtió en una pesadilla blanca y tropecé, medio congelada, con la cabaña de Gunnar.

Él estaba sentado en su sillón de cuero desgastado, limpiando un cuchillo de caza con una tranquilidad que contrastaba violentamente con el caos exterior.

Gunnar no era un hombre, era una montaña. Sus hombros eran tan anchos que parecían bloquear la luz de la chimenea, y su barba, suave y oscura, ocultaba una expresión que no lograba descifrar. No hablaba mucho. De hecho, apenas había dicho diez palabras desde que me encontró. "Bebe esto", "Come", "No salgas".

Me ajusté la manta de lana áspera alrededor de los hombros, sintiendo el calor del fuego en las piernas, pero un frío diferente en la nuca. Era su mirada.

Sentí cómo sus ojos recorrían la silueta de mi cuerpo bajo la manta, como si pudiera ver el calor que emanaba de mi piel, haciéndome sentir desnuda y vulnerable.

—La tormenta no va a ceder —dije, mi voz sonando ridículamente pequeña en la inmensidad de la cabaña.

Gunnar detuvo el movimiento del trapo sobre la hoja de acero. Levantó la vista. Sus ojos eran oscuros, y ardían con algo que no tenía nada que ver con el frío.

—No —respondió. El sonido grave resonó directamente en mi vientre, provocando una contracción involuntaria en mi sexo—. Nadie va a venir a buscarte. No con este tiempo, Gabrielle.

La manera en que su voz profunda y su lengua acariciaron mi nombre, casi me hicieron estremecer.

Se puso de pie. La cabaña pareció encogerse de inmediato. Caminó hacia la chimenea para echar otro leño, pasando peligrosamente cerca de donde yo estaba sentada en la alfombra.

La cercanía me permitió inhalar su aroma, tan masculino y adictivo, y a sentir el calor que emanaba. Sentí una punzada húmeda entre mis piernas, mis bragas empapándose ante la mera cercanía de su cuerpo masivo.

No se alejó después de alimentar el fuego. Se quedó allí, de pie, mirándome desde arriba. Su sombra me cubrió por completo.

—Te he visto temblar —dijo, ladeando la cabeza.

Mi boca se abrió y por un momento no supe qué decir.

—Tengo frío —mentí. El calor de la chimenea era sofocante, pero estaba temblando, sí. Imaginaba esas manos enormes, ásperas por el trabajo, recorriendo mi piel suave, y la anticipación me hacía palpitar dolorosamente.

—No es frío —corrigió, dando un paso más cerca. Su bota quedó a centímetros de mi mano apoyada en el suelo—. Llevas dos días mirándome cuando crees que no me doy cuenta.

Tragué saliva, el corazón golpeándome las costillas como un pájaro enjaulado.

—Tú también me miras —susurré, un desafío suicida.

Gunnar soltó una exhalación que fue casi un gruñido. Se agachó lentamente, invadiendo mi espacio personal hasta que su rostro quedó a la altura del mío. La energía que emanaba era abrumadora, una presión estática que erizaba el vello de mis brazos. Extendió una mano enorme, áspera, y con un solo dedo trazó la línea de mi mandíbula. El toque fué lento, casi delicado, me hizo estremecer.

—He estado solo en esta montaña cinco años, Gabrielle —murmuró, y su voz bajó una octava, volviéndose oscura y peligrosa—. No sabes lo que es el hambre hasta que has pasado inviernos enteros sin escuchar otra voz, sin tocar otra piel.

Sus dedos bajaron por mi cuello, deteniéndose en mi pulso acelerado.

—No soy un caballero. No sé ser amable.

Relamí mis labios, sin poder dejar de observar el movimiento de su boca mientras hablaba.

—Si cruzas esa línea... si me dejas tocarte... no voy a parar.

Miré esos ojos hambrientos, viendo la soledad y el deseo crudo, sin filtrar. Podía retirarme. Podía hacerme un ovillo y esperar a que la tormenta pasara. Pero el calor en mi vientre era insoportable, al igual que la necesidad latiendo entre mis piernas. Quería sentir su cuerpo sobre el mío, que me abriera y me llenara por completo.

Lentamente, dejé caer la manta que me cubría. Mis pezones se endurecieron al instante contra la fina tela de mi camiseta térmica, buscando atención, pidiendo a gritos su boca áspera.

Gunnar tensó la mandíbula al ver mi reacción. Sus pupilas se dilataron hasta engullir el iris, clavando la mirada en mi pecho erguido con la voracidad de un animal.

—Bien —gruñó.

Su mano se cerró alrededor de mi nuca, no para acariciar, sino para sujetar.

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