Grecia subió a la habitación principal la cual compartía con Guillermo desde su matrimonio, un espacio que en algún momento había sido testigo de su entrega, pero en donde ahora no existía intimidad. Al cruzar la puerta, se quedó paralizada al ver a Guillermo sentado sobre el muro del balcón. Su figura, frágil y encorvada, parecía cargar con el peso de un dolor insoportable. La tenue luz apenas iluminaba su rostro, pero sus ojos, hundidos y llenos de desesperación, reflejaban un abismo de sufrimiento, como si estuviera a punto de lanzarse al vacío.
—¡Guillermo, no lo hagas! —gritó Grecia, su voz se escuchaba como un eco en medio del silencio de la mansión.
Guillermo se volvió hacia ella, y en ese instante, Grecia sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Sin pensarlo, corrió hacia él y lo abrazó por la espalda, rompiendo en llanto. Las lágrimas brotaban de sus ojos, mezclándose con la angustia que la invadía.
—No lo hagas, por favor —decía entre sollozos, mientras Guill