62. ¿Mataste a tú marido?
Catalina
El sonido del metal al cerrarse tras de mí me hace estremecer. Cada paso que doy dentro de este lugar se siente como si me arrancaran una parte de lo que era. La cárcel no es como en las películas.
Es peor. Huele a humedad, a sudor viejo, a comida descompuesta. El aire es denso, pegajoso, y las miradas… las miradas son lo más difícil de soportar.
Llevo el uniforme naranja como si fuera una bandera de derrota. El pantalón me queda grande, la camiseta es áspera y me roza la piel como una burla. Los zapatos son rígidos, incómodos. Siento que no hay nada mío aquí. Ni mi cuerpo.
Me asignan una celda compartida. Tres mujeres ya están ahí. Una de ellas me mira con curiosidad apenas entro. Es alta, con los brazos tatuados y una cicatriz que le atraviesa la ceja. Otra, más pequeña y con una sonrisa que no inspira confianza, se recuesta en su litera sin dejar de observarme.
—¿Nueva? —pregunta la alta, con una voz rasposa, rota por los años y los gritos.
Asiento sin decir nada.
No quier