La casa olía a madera pulida y a las flores frescas que la señora Briggs, nuestra ama de llaves, había colocado en el recibidor. Normalmente, esa mezcla me recibía como un abrazo, pero esa noche me pareció fría, como si la casa también hubiera cambiado en nuestra ausencia.
Alejandro dejó las maletas en el pasillo y se quedó unos segundos observando el salón, como si estuviera memorizando cada detalle. Era raro. Siempre decía que lo primero que quería hacer al llegar de un viaje era tirarse en el sofá y pedir comida para no cocinar.
—¿Te parece si ordenamos algo para cenar? —pregunté, rompiendo el silencio.
Él me miró, sonrió de manera breve y asintió.
—Claro… aunque, ¿qué tal si cocino yo esta noche?
Lo miré incrédula.
—¿Tú? ¿Cocinar? La última vez casi incendiamos la cocina por unos panqueques.
—Quizá tuve un buen maestro en estos días —bromeó, pero su risa sonó apagada.
Acepté, más por curiosidad que por hambre. Lo observé moverse por la cocina, abrir cajones sin titubear, manejar l