El tiempo se detuvo. No escuché los autos que pasaban por la avenida, ni las voces lejanas de la gente en la acera, ni siquiera el viento helado que me erizaba la piel. Todo lo que existía en ese instante era Alex… y ese beso.
No era un roce accidental ni un gesto ambiguo: era un beso consciente, directo, cargado de una intimidad imposible de negar. Vi cómo él no se apartaba, cómo sus labios respondían aunque fuera apenas un segundo, y cómo luego sonreía con esa misma ligereza que me había desconcertado antes.
Sentí que me arrancaban el aire de los pulmones. Mis rodillas se doblaron y tuve que apoyarme en la pared más cercana para no caer. El corazón me golpeaba el pecho con tanta fuerza que pensé que lo oirían desde la otra vereda.
“Esto no puede estar pasando”, pensé. “No puede ser real.”
Quise parpadear y borrar la imagen, convencerme de que el cansancio y las lágrimas me estaban jugando una mala pasada. Pero no. La escena seguía ahí: Alex, mi Alex, el hombre con el que me casé, el