Dos días después, el nuevo chofer estaba puntual frente a la puerta del edificio. Se llamaba Manuel, un hombre de unos cincuenta años, de voz grave y modales impecables. Abría la puerta del coche como si fuera un ritual y siempre me miraba a los ojos para asegurarse de que estuviera bien antes de arrancar.
La primera vez que me llevó a la oficina sentí algo que no había experimentado en semanas: tranquilidad.
Sin embargo, no le había dicho nada a Alejandro. Una parte de mí quería ahorrarme la discusión… y otra, simplemente, quería ver cuánto tardaría en notar el cambio.
La tarde del tercer día, lo notó.
Yo estaba saliendo del trabajo, y Manuel me esperaba junto al auto. Alejandro llegó justo en ese momento, bajándose de su propio coche, y su mirada pasó del chofer a mí con una rapidez que me tensó los hombros.
—¿Qué es esto? —preguntó, con un tono que intentaba sonar neutral, pero que tenía un filo apenas disimulado.
—Mi chofer —respondí, como si fuera lo más obvio del mundo.
Sus ceja