La calma después de aquella noche en el bar me envolvió con un alivio inesperado. Por primera vez en semanas, pude dormir sin que la duda me desgarrara el pecho. Me repetí una y otra vez: este es mi Alex, el hombre que conocí, el que me hace reír con sus ocurrencias y me envuelve en sus brazos hasta que el mundo deja de doler.
Durante los días siguientes, la rutina adquirió un sabor distinto. Alex volvía temprano a casa, me esperaba con la mesa puesta o proponía cenas improvisadas en la terraza, como si cada detalle buscara recordarnos que aún éramos nosotros. No había nada excesivo, nada ensayado: solo gestos simples, reales, de esos que uno no necesita preparar porque nacen solos.
Un martes, al volver del trabajo, encontré la cocina hecha un caos. Ollas apiladas, harina en la encimera y un olor a salsa que lo inundaba todo. Alex apareció con el cabello despeinado y la camisa salpicada, sosteniendo una cuchara de madera como si fuera un trofeo.
—¡Llegaste justo a tiempo! —dijo, ofrec